No es que en las últimas semanas no haya leído como loco; imagínese querida lectora, gentil lector: en dos semanas escribí un mamotreto de 219 páginas destinado a ser presentado en sociedad como una controversia constitucional; ya si se presenta o no, no es cosa mía, el documento ahí está y yo, por lo pronto, ya tengo mi proyecto de tesis para la maestría en laboral que estoy cursando (La controversia constitucional: ¿un medio de defensa contra la reforma al Poder Judicial?); el asunto es que, por fin, despegué mis ojitos pestañudos, colorados y vivaces, de tanto rollo constitucional, convencional, doctrinal y legal.
Recién terminé un libro que no me desmayó, pero sí me gustó mucho, Animal salvaje;[1] bien escrito y bien logrado, el autor, Joël Dicker, ha ganado un montón de premios: Premio Goncourt des Lycéens, Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, Premio Lire, Premio Qué Leer, Premio San Clemente y Premio Internacional Alicante Noir. Si no lo ha leído, empiece con La verdad sobre el caso Harry Quebert;[2] aunque viejito (se publicó hace más de diez años), el libro es una maravilla y merced a él es que la fama de Dicker subió como la espuma.
La verdad es que el siguiente libro que recién empecé (y que ya llevo a la mitad) jamás lo habría empezar a leer (bueno, ni siquiera lo hubiera comprado), pero me lo regalaron con motivo de mi cumpleaños y dije: “vamos a darle una oportunidad” y ¡oh, sorpresa!, me está gustando.
Digo que no lo habría empezado a leer porque hace años que no leo al autor con la asiduidad que solía y digo que no lo habría ni comparado porque es un libro de relatos que navega entre el cuento largo y la novela corta; pues bien, Si te gusta la oscuridad[3] (así se llama la compilación), es un libro que cumple con su propósito inmediato, entretener, y que cumple con el de la literatura en general, hacer reflexionar al lector.
Yo, a Stephen King, le estoy reteagradecido; gracias a él, el mundo ganó un escritor en ciernes (el Adolfo); un muchachito que a sus escasos trece años había reprobado a consciencia todas las materias que se podían reprobar (y hasta las que no, lo reprobaron en educación física) y cuya vocación temprana se manifestó a los seis años cuando estuvo de acuerdo con el trato de dejar de ir a la escuela para vender chicles en una esquina.
Hace poco más de cinco años escribí:
“A los catorce años, Adolfo no conocía la “o” por lo redondo y, como tampoco andaba nada bien en matemáticas, solía confundirla con el cero. Un verano (creo) me preguntó algo sobre “It” (Eso),[4] la novela de Stephen King, un mamotreto de mil quinientas páginas, más o menos, que jamás pensé que empezaría a leer, menos a terminar. Para mi sorpresa y gozo, no sólo leyó esa novela, se agarró leyendo todo lo que encontró a su alcance de ese autor; por razones que no viene a cuento narrar, yo había leído con fruición al prolífico novelista hasta que me cansé, luego de un maratón de varias decenas de textos. Adolfo los leyó todos. Ya de ahí se siguió y, a la fecha, no ha parado de leer”.[5]
Tan no ha parado de leer, que ahorita Adolfo está estudiando un doctorado en filosofía, en la Universidad Complutense de Madrid; por eso, gracias don Stephen.
Retomo el punto, decía yo que, por fin, despegué mis ojitos pestañudos, colorados y vivaces, de tanto rollo profesional y me sumerjo, encantado, en ese océano que es la literatura. Termino con King y me sigo derecho con una Antología de poesía Mexicana,[6] edición a cargo de Carlos Monsiváis, y con Bodas de Sangre, de García Lorca.[7]
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Luis Villegas Montes.