No, no me voy a volver obituarista profesional. Lo juro: pero se me está muriendo gente importante. Hace unos días, escribí sobre Mario Vargas Llosa; luego, sobre don Humberto Ramos Molina; después, se me fue el maestro Rodolfo Torres Medina, figura clave en mi vida universitaria; y cuando creí que ya era bastante con tanta aflicción… se muere el Papa Francisco. Del Papa hablo el lunes. No es un asunto que atienda al orden de importancia de los finados, es mero trámite necrocronológico.
Imagino que mi compadre Puente se va a enojar tras leer estas líneas, pero ni modo: fue él quién me avisó de ese deceso la semana pasada —vía WhatsApp— y ahora se amuela, para qué me avisa, para qué abrió ese pozo de recuerdos y, total, para qué me hizo compadre. Al Lic. Rodolfo Torres Medina lo recuerdo de muchas formas, la primera, como mi maestro de Derecho Civil en primer año; lejos de la gresca por venir en el ’85 y antes que mi compadre me dijera su apodo (el apodo del Licenciado, quiero decir, porque mi compadre siendo tan feo no hay apodo que le cuadre de tantos posibles, yo diría que es como el hijo menor de Jabba el Hutt.
No soy muy bueno poniendo apodos. Me imagino que ha de ser deformación profesional; como en el transcurso de mi prieta y rechoncha vida me han puesto tantos (destaco cuatro: “chango”, “orejón”, “Chupitos” y más recientemente “Grogu”), motejar a otro me parecía casi una infamia; una especie de venganza sorda, de desquite anónimo y anómalo que nomás no tenía cabida en mi atribulado corazón; pero bueno, la disquisición viene a cuento porque, sin aviso, un día mi compadre Puente me preguntó hace ya más de veinticinco abriles: “¿has visto al ‘Cara de choque’?”; y yo: “¿juat?”; y él: “sí, al ‘Cara de choque’, al Lic. Torres Medina”. Ahí me enteré que así le decían o que así le decía mi compadre. Y sí, ya visto de ladito, como que perfil griego el licenciado no tenía.
En el conflicto estudiantil del ’85 —aquel terremoto institucional que aún sacude la memoria de muchos, la mía, por ejemplo—, Rodolfo fue un referente, un protagonista, su mera presencia, su actitud sobria, su inteligencia práctica, sirvieron de contrapeso cuando la testosterona política empezaba a revolotear por los pasillos como abeja sin reina (yo).
No tengo anécdotas escandalosas, ni una sola. No hay historias con tequila, ni exámenes legendarios, ni frases para el mármol. Lo que tengo es una gratitud discreta, de esas que se cultivan en silencio: porque ese verano del ’85 fue, para mí, el comienzo de muchas cosas. Creo que este ánimo batallador e insolente, el temple recio y el carácter levantisco que tan bien me definen, empezaron a forjarse ahí, en la intemperie de esos años cuando me estaba jugando todo por una causa que entendí apenas veinte años después, gracias a mi compadre Jáuregui, pero que en ese entonces también significó todo, porque tenía todo por perder y pese a ello, en mi absoluta ingenuidad y buena fe, decidí arriesgarme y salir a la calle y marchar y tomar camiones y hacer pintas (hasta al bote fui a dar), porque creía que la Facultad de Derecho de la UACH se merecía algo mejor; y Rodolfo Torres Medina, además de ser un recuerdo amable, el de un profesor que se tomaba en serio su trabajo, fue ocasión de ese arrebato y esa entrega que, si el desencanto me llegó veinte años después al conocer los pormenores y las entretelas, me bautizaron con fuego y de algún modo me marcaron un rumbo. Éste, ese que don Manuel Gómez Morin definió con singular lucidez: brega de eternidad. Lucha permanente para afianzarse en el ser, en el aquí y el ahora, sin vaivenes, al amparo de una sola cosa, la convicción.
Se murió el Lic. Rodolfo Torres Medina pues, y con él, una parte de esa Universidad que conocí, que supimos habitar y que ahora camino de vuelta, esta vez, como maestro; y aunque nadie sepa, aunque nadie lo note, la recorro recordando esos días y esas gestas de pasillos con tierra, de discursos con causa y de maestros con voz. Por eso, aunque parezca una crónica de tantas, este un adiós personal.
Si esta semana sigo escribiendo obituarios, no es por costumbre. Es porque se me siguen muriendo los que me importan o me importaron. Descanse en paz, el licenciado.
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Luis Villegas Montes.
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